Un (delicado) castillo de naipes


Existen momentos en la vida de toda persona que exigen toparse de bruces con la realidad. Ciertas ocasiones esa realidad supone superar de forma holgada las expectativas asentadas previamente, pero sin embargo, en la amplia mayoría de situaciones es menester “caer del burro”, poner los pies en la tierra y difuminar todo tipo de pensamiento brumoso cuya único aporte es la persistente confusión.


                                                                 Rombach, R. (2013) "Calm before the Madness" Post-Gazzette. 18 de Marzo de 2013.

Era septiembre. Finales del verano. En torno a mí se disponían de forma irregular alrededor de unos 20 niños y niñas, imberbes criaturas con edades en una horquilla de 7 a 11 años. Al más grande y al más pequeño de todos ellos les separaban 4 años. 4 años de diferencia. La diferencia que supone haber nacido en una época de semi-bonanza económica los más mayores, o haber venido al mundo sumido en lo más profundo de la crisis financiera. La diferencia de haber visto a algún familiar emocionarse con el gol de Torres en la Eurocopa o no, o la diferencia de ver a alguno de sus padres trasnochando para ver a Pau Gasol conquistando su primer anillo.

Allí estaban delante de mí, era constatable que, al menos su presencia física se encontraba allí. No obstante, no podía cerciorarme que sus pensamientos se dispusieran en torno a lo que me predisponía a decir. El rubio de pelo largo, en forma de cazo, se revolvía con entusiasmo por los suelos esgrimiendo una sonrisilla digna de una gran felicidad, otros dos estaban haciendo el amago revivir el épico combate entre Muhammad Ali y George Foreman. Girando mi cabeza unos 40º hacia la izquierda podía presenciar a otras tres realizando trenzas en sus cabezas con suma delicadeza, como si hubieran sido contratadas a tiempo parcial por la Milán Fashion Week.

Cuando una gran helada, o unas lluvias torrenciales afectan a un cultivo, con suerte, el  agricultor puede recuperar o salvar una pequeña parte de su cosecha. Yo, en ese momento, me sentí como un agricultor con suerte. En aquel imperante caos, se encontraban inexplicablemente (no hay nada que guste más a un niño que el jaleo y el barullo) alrededor de 5 niños con el balón bajo el brazo, como si se tratara de una caja fuerte donde guardaban con ahínco su más preciado tesoro. En aquel instante resonaron en el pabellón, con una disfrazada sonrisa mis primeras palabras: “Caja fuerte”. Ante el desconcierto acerca del significado de esa orden, simulando a mis jugadores, agarré desde el suelo un balón y adopté su misma pose.

Fueron mis primeras palabras, y así, cada entrenamiento como si de un ritual se tratara se hacen eco en el pabellón, inyectando esa dosis necesaria de disciplina que debe estar presente en todos los ámbitos de la vida, y salvo en contadas excepciones queda demostrado que esta cualidad no va inherente a la persona. Fue en ese momento cuando se rompe la baraja y se desmorona el castillo de naipes. La preparación baloncestística salta por los aires. Yo no iba a ser entrenador, iba a ser algo que daba mucho más vértigo: educador.

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